La semana pasada tuve una experiencia sensorial en el gimnasio (la palabra CLUB, al escribirla, me remitió a club social y me dio roña!; llamémosle mejor gimnasio donde la palabra misma nos remite al ejercicio).
Corrí durante casi una hora junto a una persona, hombre en este caso, que no se daba cuenta que el olor que despedía su cuerpo me estaba matando. Olía a ácido. No se si algo tenga que ver su dieta alimenticia o simplemente la carencia de desodorante.
Mientras yo arqueaba y escuchaba Caruso en mi ipod, el hombre bofeaba como si nunca en su vida hubiera corrido pero como si los kilos de comida iraní que consumió el día anterior le hubieran provocado tal culpa que se estaba forzando a correr y quemar cientos de calorías para no quedar más gordo que ayer.
Ese no era digno olor de viernes, este era un “perfume intrigante” que lo único que generó en mi mente fue una idea de cortina de aire como las que acostumbran en ciudades donde la nieve es más común en la calle que en las “neverías” o “heladerías” para calentar las entradas y salidas de edificios y no permitir que el aire “caliente” se cuele y le de entrada al “frío”.
No es que me vuele las ideas, se llama reingeniería. Pero en los gimnasios deberían de colocar cortinas a las salidas/entradas de los vestidores que “disparen” desodorante potente para que estos “hombres” no nos hagan el correr un suplicio.
Lo peor, cuando pasé a peso libre, el “hombre” decidió seguirme, y hacer “pesosmuertos” a mi lado!
Ahora entiendo un poco más a Patrick Suskind… mi olfato ultrasensitivo tampoco me hubiera permitido haber nacido en un mercado, en el puesto de pescado!