Desde chica fui muy apegada a mis abuelos paternos, mi mamá es la más chica de 6 mujeres y la penúltima de 8 hermanos. Era, según sus hermanos grandes; “la consentida”. Comía ahí por lo menos dos veces a la semana. Los miércoles y los sábados. Y el año pasado, después de 89 años mi abuelo decidió irse allá arriba. Lo curioso (triste y feo para la familia) fue que mi abuela decidió seguirlo a los 4 días. No pudo vivir sin él. Unos dicen que fue o es una bonita historia de amor; para mi, estuvo fuerte.
Pero la casa de mis abuelos sigue ahí. Como si nada hubiera pasado. Las muchachas, la cocinera y la vida permanecen. Los cuadros están puestos y se riegan las macetas todas las mañanas.
Yo sigo diciendo que voy a comer a casa de mis abuelos aunque ellos ya no estén y ya no sea su casa. Y es curioso; porque aunque la despedida tan repentina y al mismo tiempo de los dos fue muy fuerte, el hecho de que la casa y todo su entorno (o casi todo) siga ahí, da cierto sentimiento de confort o reconfort.
Mañana voy a ir a comer a “casa de mis abuelos”, que más bien hoy por hoy es casa de la muchacha y la cocinera que vivieron ahí por más de 45 años junto a mis abuelos, tíos y mi mamá.
Y todo esto me puso a pensar en cómo nos cuesta trabajo desprendernos de las cosas y de la gente. Lo segundo es entendible, lo primero me confunde.
Por cierto, se come delicioso… sabor a recuerdos quizá!